Los Oscar son mucho más que una entrega de premios; exceden incluso la definición de la gala cinematográfica más importante de cada año o el punto más alto de la consagración de un artista dentro de la industria (reiteramos: dentro de la industria), reconocimiento que bien puede estar a años luz de los méritos artísticos, como se ha podido confirmar muchas veces en las 93 ediciones realizadas.
La ceremonia es un espectáculo en sí mismo y como tal debe recurrir a todas las herramientas posibles para su éxito. En los días previos, generar expectativa, ansiedad, apuestas y audiencia asegurada (si fuésemos a lo comercial, se hablaría de construir una demanda contenida); durante el show, emocionar hasta las lágrimas (para eso está reservado el tiempo de los homenajes a los fallecidos el último año y este año especial por el covid-19, a los trabajadores esenciales de la salud), hacer reír a carcajadas (con bromas o gags a lo largo de las más de tres horas de transmisión), sorprender (algún premio inesperado, la presencia inusual) e invitar al baile con sus números musicales. Y tras su finalización, que se hable de él el máximo tiempo posible.
Una sola cosa está prohibida: que aburra. La previsibilidad en la entrega de las estatuillas conspira contra todas las máximas de la Academia de las Ciencias y Artes Cinematográgicas de Estados Unidos, aunque seguir la tendencia de galas previas como las decisiones en los Globo de Oro, los Critic’s Choice Awards, los Bafta o del sindicato de los actores haya influido de alguna manera en los últimos años. La amenaza es que a los pocos ganadores repetidos o al primer chiste que salga mal, se cambie de canal y se pase a ver otra cosa.
Este año pandémico, los Oscar arriesgaron mucho. Venían en picada en la audiencia anual, karma con el cual cargan también otras premiaciones (según la revista especializada en el espectáculo Variety los seguidores de ceremonias televisadas mermaron el 50% en esta temporada). Por lo visto en pantalla, la apuesta superó dignamente el desafío, a partir del diseño que hicieron los productores Stacey Sher, Jesse Collins y Steven Soderbergh (el mismo que dirigió hace una década “Contagio”, sobre un virus respiratorio mortal y la carrera contra reloj para encontrar una vacuna...). La transmisión fue con estética cinematográfica, 24 cuadros por segundo y en panorámico para crear la sensación de que la sala de cine se instaló en el living.
Otra decisión fue volver a la frescura del vivo, con lujos, alfombra roja, vestidos y trajes elegantes y agradecimientos sobre el escenario. Nada del Zoom que mostró a las estrellas de entrecasa, hasta en pijamas y lejos del imaginario de los espectadores. Y sin barbijos ante los micrófonos (ni siquiera en la entrada o en las butacas), salvo en segundo plano o en las pausas.
Para ello, se debieron montar cuatro espacios con una estética similar, que remita a los Oscar: dos en Los Ángeles (el mítico Dolby Theatre y la Union Station), en la sede de la Academia homónima Británica en Londres y en París. También hubo enlaces en otros puntos (como Sidney y ), pero nada grabado. Quienes no pudiesen viajar de las ciudades que habitan o no quisiesen hacer los 10 días de cuarentena obligatoria, podían optar por estar por satélite, pero siempre formales y sonrientes. Cumplieron como si hubiese contrato de por medio.
No hubo anfitrión (y por ende, no existió el tradicional monólogo de inicio) sino presentadores de candidaturas, que abrió Regina King con un repaso que ofició de introducción: habló de estar en “vivo”, de que en este año “perdimos a muchos”, del temor que se siente por ser negro en EEUU y de las medidas de seguridad sanitaria que cumplían. En vez de butacas, los nominados que estaban en la Union Station (rotaban por rubro) estaban sentados frente a mesas con lámparas con la imagen del Oscar en sus pantallas. Este nuevo esquema, impuesto por la emergencia, terminó resultando fresco y dinámico (bastante más que otras fiestas de este año) y la tecnología respondió satisfactoriamente.
El concepto de celebrar al cine y a sus responsables se reforzó anoche, con la peligrosa decisión de no limitar el tiempo de los discursos. En algunos casos, se extendieron tanto que afectaron el ritmo diseñado (y podrían haber generado la temida pérdida de audiencia), aunque expresaron simbólicamente un año de silencio forzado con palabras dedicadas a la familia y a la reivindicación política de las minorías. “Hay que celebrar, estamos vivos”, resumió Daniel Kaluuya la sensación de muchos, al recoger su previsible estatuilla a actor de reparto por “Judas y el mesías negro”. Desde el Dolby Theatre, Brian Carlson auguró el fin de la pandemia y prometió volver a ese magnífico espacio en 2022 al presentar el premio honorífico, destinado a una fundación solidaria con los trabajadores de la industria.
Si el resto de las premisas terminaron cumplidas (diversión, emoción -cómo no compartir las lágrimas del director Thomas Vinterberg recordando a su hija fallecida Ida al ganar por mejor película internacinal por “Otra ronda”-, sorpresa, etcétera...), depende de quien estuvo del otro lado del televisor. Por lo pronto, no decepcionó. Y no es poco.